viernes, 24 de diciembre de 2010

Una revancha soñada

La semana había sido agotadora. Sus días se consumían entre trabajo y viajes en colectivos. Los gastos de fin de año, los preparativos de las fiestas, las reuniones con amigos, todo se escurría como arenas movedizas. Ella intentaba alargar los días, pero lo único que lograba era dormir cada vez menos. Tres horas se habían tornado suficientes como para apoyar el cuerpo en un colchón, cerrar los ojos y volver a abrirlos para levantarse casi de manera automática. Una maquina que se autoexigía, en eso se había convertido.

Mientras tanto, el tiempo seguía su rumbo. Maldito escapista.

Las horas la acorralaban como amenaza contante, sin embargo su cabeza desde hacía cinco días estaba puesta en otra cosa: vengarse y hacer feliz a su papá. Sí, lo había decidido sin pensarlo demasiado. Quería vengar los instantes perdidos; que por un momento su vida se detuviera. Que las sonrisas se inmortalizaran a través de una imagen, sin que hicieran falta cámaras de fotos. Lo único que la estaba motivando era la venganza. Los preparativos de la misma fueron resueltos son celeridad, pero tenía miedo de fallar. Sonreía de sólo imaginarse allí, parada en medio de un instante eterno.

La excusa perfecta fue la celebración de fin de año, una convocatoria más a la gente que quería, y la casa de sus padres como escenario. Una casa con historia, hecha por sus abuelos que habían llegado al país escapándose de la segunda guerra mundial. De arquitectura bien tana, con el patio de cerámica perfectamente decorado por esos cuadraditos chiquitos de varios colores, que raspaban la cola cuando ella y su hermana los llenaban de detergente y jugaban a resbalarse hasta llegar a la pared más cercana. El limonero se llenaba de frutos durante el verano, y el naranjo, en septiembre, poblaba de color blanco los pedacitos de pasto que quedaban con las flores que se caían.

Los domingos en aquel lugar tuvieron siempre otro sabor. Su nonna se encargaba del tuco, mientras sus viejos cocinaban en la casa de arriba las pastas y un segundo plato principal con carne. Y luego los postres. Ella había heredado algunas recetas pero mientras los más grandes estuvieron vivos, la regla era así: la salsa y el postre de la nonna, la comida de mamá y papá. No había otra fórmula.

Esa casa que la crió desde hacía cinco días estaba a la venta. De allí la razón a tanto ensañamiento con el paso de los minutos. La bronca por saberse adulta sin entender cómo ni cuando había sucedido.

Entonces ocurrió lo que tanto soñaba: se eternizó un instante. Las puertas del comedor en el que estaban los invitados se abrieron y dieron paso a dos cantantes de ópera que ella había contactado para lograr su cometido: homenajear a su papá. Gritaron sus raíces. Los cantantes comenzaron a entonar algunas melodías que habían crecido junto con ella y su hermana, y la voz de su nonno recorrió todas las habitaciones. El rostro de su papá se había teñido de ancestros italianos, y en su mirada se dibujó el pueblo en donde nació. Un instante perfecto. Eterno. La casa se tornó inolvidable desde aquel momento. Al tiempo no le quedó otra que deternerse. Y ella, feliz por haber logrado su objetivo, detuvo para siempre el paso de los años en una canción.

viernes, 29 de octubre de 2010

Autobiografía Parte II -Políticamente Mujer-.

Necesitaba vomitar. Hacía dos días que estaba con dolor de estómago. Vomitar broncas contenidas desde lejos. Nausear mi trabajo, la broma pesada que me atormentaba, el odio que vi en varios ojos que creía amigos. No me detuve ante ningún malestar. Seguí con mi rutina diaria: me levanté, fui a laburar como de costumbre, hice silencio para evitar choques inútiles, y volví. No tenía hambre. Tampoco había dormido demasiado. Entonces me senté unos minutos en la mesa de casa, en silencio, y por fin hice el ejercicio de pensar como hacía tiempo no lo realizaba. Decidí permitir que surja ése instante sublime de encuentro con mis ideas, mis tormentos, mi felicidad, mis depresiones.

Y acá estoy, vomitando.

Ahora que aliviané la carga angustiante de soportar voces sin sentido, decido hacer un recorrido por lo que soy con todo lo que ello implica. No quiero sacar conclusiones. Tampoco busco consejos. Sólo plasmar algo. Esto. Y punto.

Si tengo que buscar entre mis recuerdos cuándo fue la última vez que me describí a través de una autobiografía, me remonto a los primeros años de facultad. Allí me descubrí mujer. La facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires era un mundo nuevo, sin dudas. Me hacía sentir grande, casi tanto como mi hermana 6 años mayor. Me enseñó a comprender un texto, desglosarlo, y simultáneamente penar sobre mi educación en una escuela privada de monjas –la cual hizo que conociera a gran parte de mis mejores amigos que al presente conservo-. Me brindó compañeros de curso. Docentes inolvidables. Autores increíbles. Realidades.

En una de las materias que cursé tuve que escribir sobre mí, y ésa fue la vez que obligatoriamente miré en donde estaba parada.

Conocí al peronismo por los libros: no pude evitar enamorarme del mito de Juan Domingo Perón y Evita. Me acuerdo que cuando leía la historia de Eva, su amor por el arte, su fuerza, carácter y belleza, me apasionaba cada vez más. Leía su entrega a Perón, la lealtad, y me decía que algún día yo sería igual con el hombre que llegara a cautivarme por completo.

Recorrí con dolor los años ’70, el sueño de los 30000 compañeros retumbaba en mi cabeza de apenas 20 años, que ya hacía cuentas para llegar a fin de mes con un trabajo de porquería en un estudio jurídico.

Lo que más me impactó de la UBA fue que hizo de mí una mujer política. Y en el medio de la sensibilidad social que sentía apareció mi compañero. Ahí entendí la lealtad que había leído en los libros.

Pasaron los meses, corría el año 2000 y juntos nos creímos que la Alianza por el trabajo y la educación podía cambiar años de menemato. Pero no, caímos en la cruda verdad de ver a un Fernando De la Rúa más preocupado por el riesgo país, la tasa de interés de EE. UU., las multinacionales y Showmatch; que por la pobreza que aumentaba a pasos agigantados en medio de la fábula de sostener una Argentina del Primer Mundo.

Era del Primer Mundo, sí, del primer mundo de Carlos Menem, del primer mundo del Partido Justicialista, que desde la nefasta dictadura militar se convirtió en un sello, en una cáscara vacía, en un aparato poderoso que hasta el día de hoy mueve demasiado.

Diciembre de 2001 arrasó conmigo. Mis estructuras tambalearon por el dolor que causaba transitar esa crisis social. Mi trabajo no importaba, el departamento que alquilaba en plena Capital tampoco, y mi vida era vida porque sentía que se venía la revolución. Esperé que llegara mi compañero y salimos a la calle. Muerta de miedo caminé de su mano. Me sentía chiquita de nuevo, tanto que quería volverme. Pero no lo iba a dejar sólo y menos en ése momento. Él tenía un aerosol en sus manos, llegamos hasta la facultad y selló una pared con la leyenda “30 mil compañeros presentes”. Me largué a llorar y seguimos en vigilia. Esa noche fue la primera vez que no dormí por una causa política.

Después de eso pasaron algunos años en los que aprendí que el amor es circunstancial, y las pasiones son para toda la vida. Nos separamos, y nuestros rumbos ideológicos siguieron el mismo camino. “Separados pero juntos”. Así le dije.

El escenario político era un desfile de inútiles. El 2002 nos sorprendió con la llegada de Duhalde en medio del caos. Y el 2003, con la masacre de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán que puso más en la mira a la mafia duhaldista y toda su bosta. Consternada por la situación, no lograba definirme políticamente en ninguna agrupación de la facultad, pero aprovechaba las diferencias con mis viejos para ejercitar la discusión y ponerme en contra del mundo sin saber bien por qué. Años después comprendí que estar en contra porque sí es inútil, entonces comencé a argumentar.

Llegó el kirchnerismo al poder. Desconfié. Miré de reojo. No le creí a este tipo con cero protocolo y modismos campechanos. Demasiado simpático. Demasiado confrontativo. Encima pejotista apoyado por Duhalde. Así empezó su mandato.

Sorprendida por los hechos, embroncada por los errores y conmovida por los aciertos, lo seguí de cerca. El clima social abrió camino a que se hablara nuevamente de política en las calles.

Néstor Kirchner convirtió a la ESMA en un museo para la memoria, le dio un lugar protagónico a las Madres de Plaza de Mayo, a las Abuelas, reactivó el juicio a las juntas, descolgó los cuadros de Bignone y Videla, rompió con el FMI… y en medio de todo lo que me gustaba de su Gobierno apareció mi compañero de nuevo. Volvimos a apostar en nosotros como hacía años. Mientras tanto, la coyuntura de nuestro país seguía enamorándonos.

Llegamos al 2010. Ya no me importa qué será de nuestro futuro. Me importa el hoy. Me interesa él, su abrazo. Cada vez que hablamos nos ponemos a pensar en lo que vivimos como sujetos de la historia. Es increíble pero hace dos días nos sorprendió la muerte de Néstor. Me conmovió más de lo que yo creí. Un tipo que nunca voté, pero que seguí. Alguien que me despertaba simpatía, pero desconfianza. Que alentaba mis sueños, pero cometía errores inexplicables. Un tipo casado con una gran mujer. Ni más ni menos. Me sorprendió la angustia. Tal vez por un destino incierto, tal vez por los cuervos que acechan.

La muerte me convocó en la Plaza, y hasta ahora me sigo preguntando por qué. Una y mil veces. Por qué esperar el llamado de la muerte para estar. Por qué no jugarse. Por qué no recrear la efervescencia de aquellos años setenta en donde ibas al frente sin importar las consecuencias. ¿Y si me equivoco? Pienso. ¿No te equivocaste bastante estando al costado? Respondo.

El día después lo estoy viviendo ahora. No sé cómo definirme políticamente. Aún no aprendí a cautivar desde lo discursivo a quien arremete contra mis ideas, a cautivarlo para no caer en las provocaciones, como un hechizo, y dejarlo mudo. Me queda mucho por recorrer. Me quedan los hijos que vendrán, y por supuesto, la forma en que vamos a criarlos. Tengo en claro que la militancia en casa se las voy a inculcar desde la sinceridad, el compromiso, el compañerismo, la solidaridad, la lucha.

No sé cómo seguir. Lo que sí se, es que las pasiones son para toda la vida.

Por eso, hasta siempre Néstor.

Que el destino lo armemos entre todos.

Y que la pasión me conduzca eternamente.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

La noticia



Él estaba feliz. La miraba con sorpresa, casi sin habla, la abrazaba en silencio, le sonreía. Ella estaba inmóvil. Por momentos se ausentaba de sí misma. La escena le quedaba lejos, se miraba desde arriba y lo único que quería era verlo así, tan radiante como nunca. No podía decirle nada. ¿Por qué habría de romper ése instante con sus mambos? Siguió inmóvil. Su corazón latía cada vez más fuerte.



- Estás bien?- preguntó él. La falta de respuesta lo dijo todo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y comenzó a temblar hasta alejarse por completo de su lado. Ella necesitaba decirle lo que sentía. Era raro, algo nuevo. Su respiración estaba entrecortada, sin embargo intentaba disimularlo porque tampoco quería asustarlo. El valor le calaba los huesos. Las palabras se impacientaban por salir.


- Tengo miedo… y si pasa…- él la interrumpió sellando sus labios con un beso. Volvió a abrazarla.


- Y si pasa algo, seguiremos siendo dos.



Comenzaron a llorar de emoción. Entonces tres corazones acordaron latir al mismo ritmo.
Nada más importó.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Locura cotidiana 1

La carta que alguna vez recibí de ese cretino se volvió rutina. Se hacía presente en cada parpadeo. Recordaba una y otra vez la estación de tren, mi bronca, la fuerza con la que hice el bollo de papel y el momento en que lo tiré en el cesto de basura. Me acuerdo que saqué el pasaje de tren para dárselo al guarda, pasé el molinete y no miré hacia atrás. “Nunca más” dije, y acá estoy, con las imágenes violando mi cabeza una y otra vez. Cuadros absurdos, fotografías desgastadas por el tiempo, todo eso encima mío manipulando mi realidad no real. En silencio, claro. Yo también.

“Se suicidó” creo que decía. Lo leí mil veces ése párrafo, pero ahora decidí dudar sobre cómo empezaba. Se terminó ella, y el resto. Me terminé. Durante muchos años estuve contando esta historia en varios divanes, llorando, riendo, sintiendo terror, bronca, lástima, angustia, incertidumbre. Años averiguando por qué, cómo, cuándo, y quién carajo me mandó. Nada. Silencio.

Vuelvo en sí. El CD dejó de girar, la casa no tiene ruidos. A veces es necesario equivocarse para ser conscientes de cuánto corroe el dolor. Y qué bueno es poder escaparle. No voy a poner más música. La calma me deja tranquila, ahí es cuando entiendo muchas cosas aún sin tener una respuesta.

domingo, 6 de junio de 2010

Pensamiento Incómodo -por Mori Ponsowy-

Y si ocurriera que todos aquellos que están entre dos orillas, un poco temerosos y aturdidos por los gritos de quienes pregonan su verdad desde púlpitos incuestionables, fueran mayoría? ¿Qué sucedería si todas las personas que no son ni de derecha ni de izquierda, ni defensoras del capitalismo ni sus detractoras a ultranza, si todas esas personas se dieran cuenta, una tarde cualquiera, que no están tan solas como suelen creer, y que los otros, los que gritan y acusan intimidando desde sus trincheras, en realidad son una minoría que mantiene a todos los otros no sólo en vilo sino, lo que es más triste, sometidos a la irracionalidad de sus caprichos y sus enfrentamientos? ¿Y si algo así fuera posible?
Cuando cursé bachillerato en una escuela de monjas, en Venezuela, muchas de mis compañeras me apartaban señalándome como atea y de izquierda. Cuando después estudié Filosofía en la universidad pública, otros compañeros me tildaron de burguesa... Progresista. De derecha. De izquierda. Oligarca. Gorila. Chavista. ¿Cuántas cosas me han dicho, en cuántos cajoncitos me han querido catalogar, cuántas veces he sentido que no pertenezco a ninguno, que todas esas etiquetas son injustas, además de falsas? ¿No son acaso la vida, la sociedad, la política y, a fin de cuentas, nuestro deambular por la tierra arrastrando esta condición simultánea de animales racionales, bastante más complejos de lo que implica esa costumbre de ametrallar rótulos a diestra y siniestra a toda costa?
La tendencia a clasificar nace del deseo de entender fácilmente a los demás. De hecho, a los niños pequeños se les enseña a hablar enseñándoles los términos generales: pe-rro, le dice la mamá a su bebe, cuando ve un ovejero marrón; pe-rro, le vuelve a decir un rato después cuando ve un dálmata, un labrador o un maltés. Los únicos perros que tienen nombres propios son los de uno: las mascotas que amamos porque forman parte de nuestra familia. Por lo demás, un perro es un perro; un árbol un árbol, sin importar su perfume o la forma de su copa; y una piedra suele ser una anónima piedra con muchísima más frecuencia que un trozo de alabastro, basalto o cuarzo. Que la piedra deje de ser ignota y que un perro se convierta en Cejas, Babones o Corbata, supone que el hablante ha dedicado un tiempo a conocer al ser en cuestión. Suficiente tiempo como para dejar de lado los prejuicios, para notar aquello que lo distingue y lo hace especial entre tantos otros. Es decir: un ser con brillo singular en medio de la perrunez, la arbolidad o la geología.
Y nosotros, ¿qué somos, qué queremos ser? ¿Piedras sin nombre, acaso? ¿Arboles anónimos? ¿Seremos un qué o seremos un alguien? ¿Seremos comunistas, K, anti-K, liberales, castristas, progres? ¿O más bien seremos personas? Personas singulares, con nombre, apellido, y una huella vital distinta a todas las demás. Personas que se niegan a ver su pensamiento reducido a la simplificación y encasillamiento que supone toda ideología, que descreen de los puntos de vista definitivos, de los manifiestos, de las religiones y, en general, de cualquier intento moralizante de poner anteojeras a la libertad del pensamiento.
Ciertamente, descansar en la inmovilidad de cualquier orilla sería más fácil que este constante mover patitas y brazos en el agua para no ahogarnos y que no nos devore la corriente. Pero puestos a decir la verdad, preferimos estar aquí: nuestra esencia es este querer mirar al norte y al sur, al este y al oeste. Ese es el destino que elegimos: la angustia que provoca el pensamiento: la libertad.
Tal vez el mundo esté poblado de apátridas. Quizá la soledad que a veces sentimos sea sólo ilusoria, el resultado de las estruendosas voces de los otros, de su modo de tomar partido y erigirse como poseedores exclusivos, no sólo de la verdad, sino del bien. Hay nombres famosos entre nosotros. Como Max Weber, que no se sentía cómodo en ningún sitio. Como el Bloom de Joyce, a quienes los católicos consideraban judío y los judíos católico, y al que a pesar de su bondad tantos criticaban a sus espaldas. Como muchos que vamos encontrándonos de a poco, y como tantos y tantas otros cuyos nombres desconozco, pero que lo tienen, y bien propio, porque jamás se dejarán arrastrar por la seguridad que da una ideología.
No queremos límites -no aceptamos límites- para pensar, para escribir, para sentir. Nos duele no pertenecer, pero no queremos -¡no podemos!- pagar el precio que significaría comprometer nuestros principios. Nos negamos a ser reducidos a un genérico porque sentimos que eso nos privaría de la riqueza de nuestros matices. Nos convertiría en árboles sin flores, ni perfume. Nos limitaría. Nos empobrecería.
Somos incómodos. Sí. Pensamos. Nos esforzamos por discernir. Hacemos lo posible por no culpar, ni absolver, livianamente. Y en la incomodidad que provoca todo pensamiento radica nuestro pecado, nuestra maldición y nuestro orgullo.
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La autora es escritora