Y si ocurriera que todos aquellos que están entre dos orillas, un poco temerosos y aturdidos por los gritos de quienes pregonan su verdad desde púlpitos incuestionables, fueran mayoría? ¿Qué sucedería si todas las personas que no son ni de derecha ni de izquierda, ni defensoras del capitalismo ni sus detractoras a ultranza, si todas esas personas se dieran cuenta, una tarde cualquiera, que no están tan solas como suelen creer, y que los otros, los que gritan y acusan intimidando desde sus trincheras, en realidad son una minoría que mantiene a todos los otros no sólo en vilo sino, lo que es más triste, sometidos a la irracionalidad de sus caprichos y sus enfrentamientos? ¿Y si algo así fuera posible?
Cuando cursé bachillerato en una escuela de monjas, en Venezuela, muchas de mis compañeras me apartaban señalándome como atea y de izquierda. Cuando después estudié Filosofía en la universidad pública, otros compañeros me tildaron de burguesa... Progresista. De derecha. De izquierda. Oligarca. Gorila. Chavista. ¿Cuántas cosas me han dicho, en cuántos cajoncitos me han querido catalogar, cuántas veces he sentido que no pertenezco a ninguno, que todas esas etiquetas son injustas, además de falsas? ¿No son acaso la vida, la sociedad, la política y, a fin de cuentas, nuestro deambular por la tierra arrastrando esta condición simultánea de animales racionales, bastante más complejos de lo que implica esa costumbre de ametrallar rótulos a diestra y siniestra a toda costa?
La tendencia a clasificar nace del deseo de entender fácilmente a los demás. De hecho, a los niños pequeños se les enseña a hablar enseñándoles los términos generales: pe-rro, le dice la mamá a su bebe, cuando ve un ovejero marrón; pe-rro, le vuelve a decir un rato después cuando ve un dálmata, un labrador o un maltés. Los únicos perros que tienen nombres propios son los de uno: las mascotas que amamos porque forman parte de nuestra familia. Por lo demás, un perro es un perro; un árbol un árbol, sin importar su perfume o la forma de su copa; y una piedra suele ser una anónima piedra con muchísima más frecuencia que un trozo de alabastro, basalto o cuarzo. Que la piedra deje de ser ignota y que un perro se convierta en Cejas, Babones o Corbata, supone que el hablante ha dedicado un tiempo a conocer al ser en cuestión. Suficiente tiempo como para dejar de lado los prejuicios, para notar aquello que lo distingue y lo hace especial entre tantos otros. Es decir: un ser con brillo singular en medio de la perrunez, la arbolidad o la geología.
Y nosotros, ¿qué somos, qué queremos ser? ¿Piedras sin nombre, acaso? ¿Arboles anónimos? ¿Seremos un qué o seremos un alguien? ¿Seremos comunistas, K, anti-K, liberales, castristas, progres? ¿O más bien seremos personas? Personas singulares, con nombre, apellido, y una huella vital distinta a todas las demás. Personas que se niegan a ver su pensamiento reducido a la simplificación y encasillamiento que supone toda ideología, que descreen de los puntos de vista definitivos, de los manifiestos, de las religiones y, en general, de cualquier intento moralizante de poner anteojeras a la libertad del pensamiento.
Ciertamente, descansar en la inmovilidad de cualquier orilla sería más fácil que este constante mover patitas y brazos en el agua para no ahogarnos y que no nos devore la corriente. Pero puestos a decir la verdad, preferimos estar aquí: nuestra esencia es este querer mirar al norte y al sur, al este y al oeste. Ese es el destino que elegimos: la angustia que provoca el pensamiento: la libertad.
Tal vez el mundo esté poblado de apátridas. Quizá la soledad que a veces sentimos sea sólo ilusoria, el resultado de las estruendosas voces de los otros, de su modo de tomar partido y erigirse como poseedores exclusivos, no sólo de la verdad, sino del bien. Hay nombres famosos entre nosotros. Como Max Weber, que no se sentía cómodo en ningún sitio. Como el Bloom de Joyce, a quienes los católicos consideraban judío y los judíos católico, y al que a pesar de su bondad tantos criticaban a sus espaldas. Como muchos que vamos encontrándonos de a poco, y como tantos y tantas otros cuyos nombres desconozco, pero que lo tienen, y bien propio, porque jamás se dejarán arrastrar por la seguridad que da una ideología.
No queremos límites -no aceptamos límites- para pensar, para escribir, para sentir. Nos duele no pertenecer, pero no queremos -¡no podemos!- pagar el precio que significaría comprometer nuestros principios. Nos negamos a ser reducidos a un genérico porque sentimos que eso nos privaría de la riqueza de nuestros matices. Nos convertiría en árboles sin flores, ni perfume. Nos limitaría. Nos empobrecería.
Somos incómodos. Sí. Pensamos. Nos esforzamos por discernir. Hacemos lo posible por no culpar, ni absolver, livianamente. Y en la incomodidad que provoca todo pensamiento radica nuestro pecado, nuestra maldición y nuestro orgullo.
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La autora es escritora
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