Necesitaba vomitar. Hacía dos días que estaba con dolor de estómago. Vomitar broncas contenidas desde lejos. Nausear mi trabajo, la broma pesada que me atormentaba, el odio que vi en varios ojos que creía amigos. No me detuve ante ningún malestar. Seguí con mi rutina diaria: me levanté, fui a laburar como de costumbre, hice silencio para evitar choques inútiles, y volví. No tenía hambre. Tampoco había dormido demasiado. Entonces me senté unos minutos en la mesa de casa, en silencio, y por fin hice el ejercicio de pensar como hacía tiempo no lo realizaba. Decidí permitir que surja ése instante sublime de encuentro con mis ideas, mis tormentos, mi felicidad, mis depresiones.
Y acá estoy, vomitando.
Ahora que aliviané la carga angustiante de soportar voces sin sentido, decido hacer un recorrido por lo que soy con todo lo que ello implica. No quiero sacar conclusiones. Tampoco busco consejos. Sólo plasmar algo. Esto. Y punto.
Si tengo que buscar entre mis recuerdos cuándo fue la última vez que me describí a través de una autobiografía, me remonto a los primeros años de facultad. Allí me descubrí mujer. La facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires era un mundo nuevo, sin dudas. Me hacía sentir grande, casi tanto como mi hermana 6 años mayor. Me enseñó a comprender un texto, desglosarlo, y simultáneamente penar sobre mi educación en una escuela privada de monjas –la cual hizo que conociera a gran parte de mis mejores amigos que al presente conservo-. Me brindó compañeros de curso. Docentes inolvidables. Autores increíbles. Realidades.
En una de las materias que cursé tuve que escribir sobre mí, y ésa fue la vez que obligatoriamente miré en donde estaba parada.
Conocí al peronismo por los libros: no pude evitar enamorarme del mito de Juan Domingo Perón y Evita. Me acuerdo que cuando leía la historia de Eva, su amor por el arte, su fuerza, carácter y belleza, me apasionaba cada vez más. Leía su entrega a Perón, la lealtad, y me decía que algún día yo sería igual con el hombre que llegara a cautivarme por completo.
Recorrí con dolor los años ’70, el sueño de los 30000 compañeros retumbaba en mi cabeza de apenas 20 años, que ya hacía cuentas para llegar a fin de mes con un trabajo de porquería en un estudio jurídico.
Lo que más me impactó de la UBA fue que hizo de mí una mujer política. Y en el medio de la sensibilidad social que sentía apareció mi compañero. Ahí entendí la lealtad que había leído en los libros.
Pasaron los meses, corría el año 2000 y juntos nos creímos que la Alianza por el trabajo y la educación podía cambiar años de menemato. Pero no, caímos en la cruda verdad de ver a un Fernando De la Rúa más preocupado por el riesgo país, la tasa de interés de EE. UU., las multinacionales y Showmatch; que por la pobreza que aumentaba a pasos agigantados en medio de la fábula de sostener una Argentina del Primer Mundo.
Era del Primer Mundo, sí, del primer mundo de Carlos Menem, del primer mundo del Partido Justicialista, que desde la nefasta dictadura militar se convirtió en un sello, en una cáscara vacía, en un aparato poderoso que hasta el día de hoy mueve demasiado.
Diciembre de 2001 arrasó conmigo. Mis estructuras tambalearon por el dolor que causaba transitar esa crisis social. Mi trabajo no importaba, el departamento que alquilaba en plena Capital tampoco, y mi vida era vida porque sentía que se venía la revolución. Esperé que llegara mi compañero y salimos a la calle. Muerta de miedo caminé de su mano. Me sentía chiquita de nuevo, tanto que quería volverme. Pero no lo iba a dejar sólo y menos en ése momento. Él tenía un aerosol en sus manos, llegamos hasta la facultad y selló una pared con la leyenda “30 mil compañeros presentes”. Me largué a llorar y seguimos en vigilia. Esa noche fue la primera vez que no dormí por una causa política.
Después de eso pasaron algunos años en los que aprendí que el amor es circunstancial, y las pasiones son para toda la vida. Nos separamos, y nuestros rumbos ideológicos siguieron el mismo camino. “Separados pero juntos”. Así le dije.
El escenario político era un desfile de inútiles. El 2002 nos sorprendió con la llegada de Duhalde en medio del caos. Y el 2003, con la masacre de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán que puso más en la mira a la mafia duhaldista y toda su bosta. Consternada por la situación, no lograba definirme políticamente en ninguna agrupación de la facultad, pero aprovechaba las diferencias con mis viejos para ejercitar la discusión y ponerme en contra del mundo sin saber bien por qué. Años después comprendí que estar en contra porque sí es inútil, entonces comencé a argumentar.
Llegó el kirchnerismo al poder. Desconfié. Miré de reojo. No le creí a este tipo con cero protocolo y modismos campechanos. Demasiado simpático. Demasiado confrontativo. Encima pejotista apoyado por Duhalde. Así empezó su mandato.
Sorprendida por los hechos, embroncada por los errores y conmovida por los aciertos, lo seguí de cerca. El clima social abrió camino a que se hablara nuevamente de política en las calles.
Néstor Kirchner convirtió a la ESMA en un museo para la memoria, le dio un lugar protagónico a las Madres de Plaza de Mayo, a las Abuelas, reactivó el juicio a las juntas, descolgó los cuadros de Bignone y Videla, rompió con el FMI… y en medio de todo lo que me gustaba de su Gobierno apareció mi compañero de nuevo. Volvimos a apostar en nosotros como hacía años. Mientras tanto, la coyuntura de nuestro país seguía enamorándonos.
Llegamos al 2010. Ya no me importa qué será de nuestro futuro. Me importa el hoy. Me interesa él, su abrazo. Cada vez que hablamos nos ponemos a pensar en lo que vivimos como sujetos de la historia. Es increíble pero hace dos días nos sorprendió la muerte de Néstor. Me conmovió más de lo que yo creí. Un tipo que nunca voté, pero que seguí. Alguien que me despertaba simpatía, pero desconfianza. Que alentaba mis sueños, pero cometía errores inexplicables. Un tipo casado con una gran mujer. Ni más ni menos. Me sorprendió la angustia. Tal vez por un destino incierto, tal vez por los cuervos que acechan.
La muerte me convocó en la Plaza, y hasta ahora me sigo preguntando por qué. Una y mil veces. Por qué esperar el llamado de la muerte para estar. Por qué no jugarse. Por qué no recrear la efervescencia de aquellos años setenta en donde ibas al frente sin importar las consecuencias. ¿Y si me equivoco? Pienso. ¿No te equivocaste bastante estando al costado? Respondo.
El día después lo estoy viviendo ahora. No sé cómo definirme políticamente. Aún no aprendí a cautivar desde lo discursivo a quien arremete contra mis ideas, a cautivarlo para no caer en las provocaciones, como un hechizo, y dejarlo mudo. Me queda mucho por recorrer. Me quedan los hijos que vendrán, y por supuesto, la forma en que vamos a criarlos. Tengo en claro que la militancia en casa se las voy a inculcar desde la sinceridad, el compromiso, el compañerismo, la solidaridad, la lucha.
No sé cómo seguir. Lo que sí se, es que las pasiones son para toda la vida.
Por eso, hasta siempre Néstor.
Que el destino lo armemos entre todos.
Y que la pasión me conduzca eternamente.