Un paso, una caricia. Otro paso, un abrazo. Al doblar la esquina, una postal de ambos en Gesell. Ésas y otras imágenes me recorrían el cuerpo insolentes, caprichosas, sin permitirme un resguardo en mi memoria, y provocándome bronca en cada suspiro. Me surcaban la piel mientras el frío de la calle se encargaba de maldecirme por estar con tanta ropa, y soplaba cada vez un poquito más fuerte.
Entré en el primer bar que ví con pocas esperanzas de satisfacer mi hambre. No tenía casi dinero en la billetera. “Fin de mes mata” pensé, y pedí un cafecito, así, en diminutivo, como dando lástima… o dándome lástima. Estaba muy enojada con mis impulsos y la puta manía de extrañarte, que ya me ahogaba. Logré mirarme desde otra perspectiva y no podía tolerar más lágrimas. Como pude sequé mis mejillas y me reté mentalmente. Cuando fui a lanzarme sobre el café recién dejado en la mesa, la mano de un hombre tomó repentinamente la mía mientras se escuchaba una voz cálida que me decía “¿por quién lloran esos ojos? No vale la pena apagar el brillo de una mirada tan linda con tanta tristeza”.
Era el mozo, que ni bien terminó de decir esto me soltó y se alejó con una sonrisa seductora en los labios. Yo quedé absorta. Lo miré, bajé la vista y comencé a sudar por la vergüenza de mi transparencia, y el piropo del tipo. Tomé el café casi sin bajar la taza, dejé el dinero justo de lo que valía mi consumición y me fui sigilosa, sin hacer ruido. No quería mirarlo. Ni lo saludé. Hacía mucho tiempo que alguien no reparaba en mis ojos. Eso me quedó titilando en el cerebro. Un hombre cualquiera que se dedicó a enaltecer la desestrozada imagen arrojada por una mujer con el rimmel corrido y el gesto desfigurado por añorar algo que no fue. Así estaba yo... pero según el mozo, con "una mirada tan linda"...
Volví al frío y en mi cabeza ya no daban la misma película de siempre. Era otra, una que transcurría en un bar donde la protagonista se cruzaba con un insolente tipo que sin querer, le regalaba con su irreverencia un instante de feminidad admirada, un rubor adolescente difícil de encontrar en estos tiempos.
De tanto pensar, milagrosamente no me dí cuenta de la baja temperatura que azotaba a Buenos Aires en aquel momento. Seguí caminando sin sentir la térmica en los huesos. Esa vez el frío no me hizo nada. Y entonces por fin comencé a reír.