“Veo agujeros negros que representan lo que no soy”. Eso le dijo a su terapeuta aquella tarde que, como era costumbre en cada sesión, terminaría con un “dejamos acá”.
Desde hacía un tiempo le venían rondando en la cabeza sus inconclusiones. Las marchas y contramarchas de arrancar una pasión y dejarla ir por falta de tiempo, de ganas, por exceso de responsabilidad en el trabajo o bien por exceso de crítica a ella misma. Se dejaba ganar por el no puedo. Seguía caminando, pero agotada. Era una pelea permanente con su hiperkinesia. Buscaba formas de combatir los enfrentamientos pero no lograba dar con la solución. Hacía y deshacía constantemente, actuaba y aquietaba sus acciones. No daba más.
Ése día también había hablado Cristina por cadena nacional, su presidenta. La de todos los argentinos. Vio su discurso ni bien llegó de terapia, por youtube. Se emocionó como pocas veces lo había hecho con un discurso político. La emocionó la fuerza, independientemente de sus acuerdos y desacuerdos. La emocionó verla tan mujer, tan espléndida, tan segura, tan soberbia como lo era ella, tan… yegua como le decían a ambas, a ella y a la presidenta. Le encantaba ser yegua si el común denominador social llamaba así a las mujeres con carácter. Le gustó ver cómo exponía su intelectualidad sin temores, su sagacidad sin competencia. Admiró que esa mujer también fuera lo que seguramente quería ser. Y en un acto de arrojo, se sentó frente a la computadora y comenzó a escribir. Aún emocionada, comenzó a tachar todo lo referente a los razonamientos fantasiosos sobre sí misma y defenestró el menosprecio que le causaban sus creaciones –artísticas y profesionales-. Como acto reflejo, se dejó mimar: listo las cosas que más le enorgullecían. Por un momento, dejó la escritura y se perdió por la ventana del living. Pensaba. Se veía. Dio vueltas un montón de años en el tiempo como si fueran hojas de un libro y se proyectó. Ahí estaba ella, sentada en una banqueta de madera, como las que le gustan, en medio de un patio plagado de árboles. No estaba sola, había una niña a su lado y eran idénticas. Seguía pensando mientras la imagen comenzaba a emitir sonidos de voces humanas. El diálogo no se lograba entender, pero en un momento vuelve sobre la máquina y escribe su nombre. Todo lo que ella era se reducía a un nombre propio. Apagó el celular, desconectó el teléfono de su casa, apagó la computadora, se levantó y salió a caminar. Era tarde, pero esa noche no quería dormir. Había decidido descansar de sus miedos, y entonces empezó a hacer. A ser.
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