Él sonreía siempre. Era su fuerte. A todo aquel que lo
mirara le propiciaba una sonrisa. A veces pequeña, insinuante, pero con el
chispear de sus ojos se podía adivinar que el hechizo funcionaba de la misma
manera. Sonreía e hipnotizaba. Así pasaba sus días, encantando gente. No hacía
mucho tiempo que había descubierto esta cualidad. Es más, él no tenía más de
dos años de vida. Pero desde que comenzó a entender cómo funcionaba el
intercambio cultural entre las personas, hubo algo que lo llevó a desarrollar
ese don.
Entendió que a la mayoría de los mortales se los gana con simpatía, inocencia y sorpresa. Que aún con un hablar precario, el gracias abre puertas. Que el simple
gesto de amabilidad en la risa le puede cambiar el día a una mirada triste. Aprendió
a discernir con quien insistir y de quien alejarse. Jugaba con todo aquel que tuviera su misma energía, y en la comunicación lúdica lograba cosas increíbles. Recuerdo que una vez, como por
arte de magia, consiguió que el piso de un bar se transformara en una enorme
pista de carrera para sus autos sin que los mozos se molestaran.
El duende de la sonrisa era claramente maravilloso para
quien lo conociera. Se lo amaba, sin más, no dejaba lugar a otra opción. Había
transitado sus primeros pasos en un jardín de infantes que le permitió seguir
cultivando esa esencia. Sabía que debía volver allí, y que lo esperaban nuevos
desafíos.
Nada podía salir mal. El tiempo estaba de su lado.
Zapatillas listas, remera nueva, mochila de sueños. Y una sonrisa más linda que nunca. La
conquista estaba por hacerse. La revolución había empezado desde que él nació.