Hace un tiempo volví al cine luego de un posparto que me tuvo bastante atareada. La película sugerida fue Infancia
Clandestina y la elección para nada inocente. No fui a ver de qué se
trataba ni tampoco porque se me ocurrió al azar. Sucede que recién
ahora, a mis 33, me anoté en un proyecto para reconstruir historias de
vida de aquella generación desaparecida. Desde hace un mes estoy en
contacto más directo con todo esto que siempre estuvo rondando en mi
cabeza y faltaba en mi praxis. No me animaba vaya a saber por qué, no
quería dar el paso que me faltaba, y la llegada de Lisandro sacó fuerzas
desde mis entrañas para decidirme de una vez por todas. Entonces la
elección del film no fue aleatoria. Sabía que iba a exponerme a una
secuencia que no pasaría inadvertida por mi vida. Después de ver la
película nada fue igual. Ni mis amistades, ni mi pareja, ni mi familia.
Contarles el final no tiene sentido porque más allá de lo que quiera
decir el guión todos sabemos que el desenlace más crudo es la
desaparición de los 30 mil compañeros. Y en este sentido no importa la
película que sea. Sí me parece relevante destacar una escena. Es la primera vez que me pasa que un diálogo
cinematográfico me interpele tanto. En el film la protagonista se encuentra con su
madre a escondidas en la casa adonde estaba parando. La mamá
representaba a toda la clase media que no sabía lo que sucedía
en el país, pero que sin embargo, y por las dudas, tampoco se metía en cuestiones políticas. La discusión entre ellas se desencadena por
los nietos de la señora, quien esbozó mencionar si se los podía llevar,
ya que Argentina estaba en un mal momento y ellos, los padres
militantes, los exponían al peligro permanente. Ante esto la
protagonista arremetió con un desafiante “son mis hijos, no me digas lo
que tengo que hacer… vos no me conoces”. La charla fue mucho más que
estas palabras, pero a mí, en lo personal, me bastó escuchar hasta ahí.
Las diferencias ideológicas que tengo con mis viejos se me pasaron por
cada uno de los poros de la piel. Muchos de nuestros encontronazos
fueron muy duros, y desde mi lugar no supe entender sus explicaciones,
similares al común de los argentinos que desconocían lo que estaba haciendo el golpe. Y lo pongo en cursiva no por no creerles, sino por no comprender. Simplemente por eso.
Cuando terminó la película un llanto imparable me arrebató la voz y
la frescura. Mi compañero apenas apoyó su mano sobre mi espalda pero
nada me calmó. En ése instante pensé en mi hijo… y claro, en mi mamá, en
el amor mutuo que sentimos y en el abismo discursivo en el que caemos
en cientos de oportunidades. Pensé en aquella generación que
desaparecieron, en sus pequeños apropiados, en esas madres en la
búsqueda permanente y en las abuelas luchadoras por conocer a sus
nietos, hoy ya de 30 y pico. Triste historia la de Argentina.
Tristísima. La ventaja que tenemos hoy es el conocimiento de lo que
pasó. Conocer… Ni más ni menos. Conocer Nos. Conocer detalles de quienes
no están más. Conocer qué hicieron con sus cuerpos. Conocer qué se
esconde entre los milicos. Conocer la lucha de los que no están. Conocer
a nuestros hijos, siempre.
Todavía queda un largo camino que recorrer en materia de DDHH,
juicios, memoria y verdad. Recién estamos dando el primer gran pasito,
pero nos quedan muchos ovillos que desentrañar.
Así estoy, sensible y comprometida a que mi granito de arena aporte
algo. Y así voy a morir: convencida de que el país que soñaron los
compañeros es todavía posible.
*Vean la película y entenderán. Mañana 23 la dan gratis en la Ex ESMA a las 19.30 hs