Volver a apasionarse a los 33 no es moco
de pavo. Al menos para mi y con este rol de madre primeriza que abarca todos
mis espacios, es un logro sentir que más allá de mi hijo me siguen movilizando
las fibras más íntimas otras cuestiones. Así que me dejé llevar: el miércoles
por la tarde me desvestí con cierto temor y me puse las famosas medibachas negras
(me reuso a llamarlas “Panty”). Me probé la malla que por suerte me quedó bien,
la remera de siempre y un jogging. Comencé a peinarme suavemente mientras los
nervios iban expandiéndose desde mi panza hasta los pies. No recordaba cómo se
hacía un rodete. Cuando era chica, la maestra se había tomado varios minutos en
explicarme que un buen tocado es aquel que por más saltos, piruetas y caídas no
se desarma jamás. Esa frase me persiguió durante toda la infancia, y en el afán
de querer tener el pelo lacio, de chica me lo estiraba hasta que mis ojos
quedaban achinados, lo sujetaba con una tira elástica y procedía así al armado
del rodete. Esta vez no lo hice. Creo que ni siquiera me peiné. Agarré el mote
de pelo, lo enrulé como pude y terminé el ‘peinado’ con un broche.
La hora se acercaba. Miré al bebé que lo
dejaba en manos de su abuela paterna y me dije “vamos, llegás tarde”. Es increíble
sentir que adentro tuyo conviven miles de personas. Ganándole a las ganas de
quedarme a hacer de madre, me fui a ser bailarina clásica.
Las piernas durísimas y pesadas, los dedos
acalambrados, los brazos y panza algo fláccidos, nada impidió que disfrute de
mi baile. Ahí estaba de nuevo la pasión a flor de piel. El esfuerzo por
recuperar la elongación, el eje en las piruetas, las posiciones elevadas con
las piernas, eran apenas lo mínimo que podía hacer entre tanta excitación. Lo
demás ni lo pensé. Me entregué por completo a la música y dejé que mi cuerpo
hiciera lo que ya sabía desde hace años. En cada paso que me costaba lo
escuchaba a mi hijo alentándome a seguir, entonces bailaba para él.
Terminé la clase exhausta pero
absolutamente plena.
Al caminar hacia mi casa pensaba en el
paso del tiempo y en lo que genera apasionarse con los años. Y recordé aquello
que alguna vez leí sobre la militancia de los ’70: "...Confiar como sólo se confía en un compañero/a al que además se
respeta, con el/la cual se comparte un objetivo que trasciende lo individual. (…)Saber que cada encuentro podía ser el último antes de
una separación quizás definitiva y, simultáneamente, suspender el tiempo y
olvidar lo inmediato.
Inscribir una huella de placer en cada centímetro de la piel amada,
anticipándose (…) era una jugada deslumbrante que no necesitaba ningún
aditamento para que la intensidad fuera máxima..."[1]. Quizás les parezca exagerado, pero esa frase me recorre las
entrañas cada vez que la leo. Me estremece hasta el último aliento porque considero
que eso fue lo que más encandiló a nuestros compañeros de aquella época: la
capacidad de manejar el tiempo y la intensidad con una irreverencia adolescente
que los hacía tan prepotentes como adorables.
Lógicamente las
sensaciones son incomparables, pero el miércoles me sentí un poco prepotente
con la vida. Y por supuesto esto es uno de los pilares fundamentales que va a
aprender mi bebé Lisandro: a ser
irreverente con lo imposible, pasen los años que pasen y cueste lo que cueste.