miércoles, 21 de septiembre de 2011

La Bohème


Sonaba Che gelida manina de la ópera La Bohème cuando ella intentaba explicarle a su ombligo que los abuelos que pudo conocer por parte de padre, eran fanáticos de este tipo de música. Su nonno, como solía llamarlo cuando era pequeña, había cantado en un coro en Friuli, Italia, donde había nacido. A pesar de que sus oídos quedaron algo estropeados al vivir el espanto de la Segunda Guerra Mundial, la voz de aquel hombre estuvo intacta hasta su último día.
Le explicaba a su panza redonda que el nonno tenía ojos azules, abundante pelo aún en su vejez y canas. De hecho el color de sus cabellos era blanco. Usaba siempre una musculosa de algodón debajo de las camisas, pantalón de vestir y gesto serio. Cuando se reía, lo hacía con todo su rostro, no solamente con su boca. Sonreían sus ojos, sus cachetes y hasta sus cejas. Eso era increíble.
Ella solía mirarlo cuando hacía la mezcla de cal, cemento y arena para terminar la casa en la que creció. Le enseñó a colocar los ladrillos, a martillar y hasta la dejaba trabajar con la pala en la tierra, que claramente en aquella época era más grande que su cuerpo. Le explicó que el sol le había arrugado la piel, entonces por las noches, para no perder su coquetería, frotaba sus manos con crema humectante pasándose el excedente por el rostro para evitar los surcos de expresión. Fumaba mucho, tanto que en más de una oportunidad llegó a quemar las sábanas de la cama. A escondidas, una vez, le dio de probar grappa, su bebida preferida. Ella lo único que hizo fue tentarse y callar, cómplice, en su falda.
Cuando tenía apenas 4 años de edad, el nonno le cantaba una canción de cuna que la calmaba y le causaba gracia al mismo tiempo. Era en italiano, y como no entendía mucho el significado de las frases, la cacofonía de sus estrofas parecía hacerle cosquillas al escucharla.
Seguía con los recuerdos cuando por un momento, decidió quedarse callada para disfrutar de la melodía. Pensaba en su hijo, en sus facciones, en cómo sería su personalidad. Le prometió visitar Italia como revancha de la vida misma. Le juró llevarlo al lugar en el que habían nacido sus ancestros, donde su nonno paseaba en bicicleta por las callecitas de la vieja Europa llevando a cuestas a la familia que había logrado formar, costumbre que seguramente el niño disfrutará de la mano de quien se convertirá en su flamante abuelo.
Repentinamente, se levantó de la silla y subió el volumen hasta invadirse por completo. Miró una vez más su ombligo saltón y murmuró “feliz primera primavera”.
El CD había terminado marcando el fin del homenaje a sus ancestros.
La panza comenzó a moverse entonces, vaya uno a saber por qué.