Sonaba Che gelida manina de la ópera La Bohème
cuando ella intentaba explicarle a su ombligo que los abuelos que pudo conocer
por parte de padre, eran fanáticos de este tipo de música. Su nonno, como solía
llamarlo cuando era pequeña, había cantado en un coro en Friuli, Italia, donde
había nacido. A pesar de que sus oídos quedaron algo estropeados al vivir el
espanto de la Segunda
Guerra Mundial, la voz de aquel hombre estuvo intacta hasta
su último día.
Le explicaba a su panza redonda
que el nonno tenía ojos azules, abundante pelo aún en su vejez y canas. De
hecho el color de sus cabellos era blanco. Usaba siempre una musculosa de
algodón debajo de las camisas, pantalón de vestir y gesto serio. Cuando se
reía, lo hacía con todo su rostro, no solamente con su boca. Sonreían sus ojos,
sus cachetes y hasta sus cejas. Eso era increíble.
Ella solía mirarlo cuando hacía
la mezcla de cal, cemento y arena para terminar la casa en la que creció. Le
enseñó a colocar los ladrillos, a martillar y hasta la dejaba trabajar con la
pala en la tierra, que claramente en aquella época era más grande que su
cuerpo. Le explicó que el sol le había arrugado la piel, entonces por las
noches, para no perder su coquetería, frotaba sus manos con crema humectante
pasándose el excedente por el rostro para evitar los surcos de expresión.
Fumaba mucho, tanto que en más de una oportunidad llegó a quemar las sábanas de
la cama. A escondidas, una vez, le dio de probar grappa, su bebida preferida.
Ella lo único que hizo fue tentarse y callar, cómplice, en su falda.
Cuando tenía apenas 4 años de
edad, el nonno le cantaba una canción de cuna que la calmaba y le causaba
gracia al mismo tiempo. Era en italiano, y como no entendía mucho el
significado de las frases, la cacofonía de sus estrofas parecía hacerle
cosquillas al escucharla.
Seguía con los recuerdos cuando
por un momento, decidió quedarse callada para disfrutar de la melodía. Pensaba
en su hijo, en sus facciones, en cómo sería su personalidad. Le prometió
visitar Italia como revancha de la vida misma. Le juró llevarlo al lugar en el
que habían nacido sus ancestros, donde su nonno paseaba en bicicleta por las
callecitas de la vieja Europa llevando a cuestas a la familia que había logrado formar, costumbre que seguramente el niño disfrutará de
la mano de quien se convertirá en su flamante abuelo.
Repentinamente, se levantó de la
silla y subió el volumen hasta invadirse por completo. Miró una vez más su
ombligo saltón y murmuró “feliz primera primavera”.
El CD había terminado marcando el
fin del homenaje a sus ancestros.
La panza comenzó a moverse
entonces, vaya uno a saber por qué.