La semana había sido agotadora. Sus días se consumían entre trabajo y viajes en colectivos. Los gastos de fin de año, los preparativos de las fiestas, las reuniones con amigos, todo se escurría como arenas movedizas. Ella intentaba alargar los días, pero lo único que lograba era dormir cada vez menos. Tres horas se habían tornado suficientes como para apoyar el cuerpo en un colchón, cerrar los ojos y volver a abrirlos para levantarse casi de manera automática. Una maquina que se autoexigía, en eso se había convertido.
Mientras tanto, el tiempo seguía su rumbo. Maldito escapista.
Las horas la acorralaban como amenaza contante, sin embargo su cabeza desde hacía cinco días estaba puesta en otra cosa: vengarse y hacer feliz a su papá. Sí, lo había decidido sin pensarlo demasiado. Quería vengar los instantes perdidos; que por un momento su vida se detuviera. Que las sonrisas se inmortalizaran a través de una imagen, sin que hicieran falta cámaras de fotos. Lo único que la estaba motivando era la venganza. Los preparativos de la misma fueron resueltos son celeridad, pero tenía miedo de fallar. Sonreía de sólo imaginarse allí, parada en medio de un instante eterno.
La excusa perfecta fue la celebración de fin de año, una convocatoria más a la gente que quería, y la casa de sus padres como escenario. Una casa con historia, hecha por sus abuelos que habían llegado al país escapándose de la segunda guerra mundial. De arquitectura bien tana, con el patio de cerámica perfectamente decorado por esos cuadraditos chiquitos de varios colores, que raspaban la cola cuando ella y su hermana los llenaban de detergente y jugaban a resbalarse hasta llegar a la pared más cercana. El limonero se llenaba de frutos durante el verano, y el naranjo, en septiembre, poblaba de color blanco los pedacitos de pasto que quedaban con las flores que se caían.
Los domingos en aquel lugar tuvieron siempre otro sabor. Su nonna se encargaba del tuco, mientras sus viejos cocinaban en la casa de arriba las pastas y un segundo plato principal con carne. Y luego los postres. Ella había heredado algunas recetas pero mientras los más grandes estuvieron vivos, la regla era así: la salsa y el postre de la nonna, la comida de mamá y papá. No había otra fórmula.
Esa casa que la crió desde hacía cinco días estaba a la venta. De allí la razón a tanto ensañamiento con el paso de los minutos. La bronca por saberse adulta sin entender cómo ni cuando había sucedido.
Entonces ocurrió lo que tanto soñaba: se eternizó un instante. Las puertas del comedor en el que estaban los invitados se abrieron y dieron paso a dos cantantes de ópera que ella había contactado para lograr su cometido: homenajear a su papá. Gritaron sus raíces. Los cantantes comenzaron a entonar algunas melodías que habían crecido junto con ella y su hermana, y la voz de su nonno recorrió todas las habitaciones. El rostro de su papá se había teñido de ancestros italianos, y en su mirada se dibujó el pueblo en donde nació. Un instante perfecto. Eterno. La casa se tornó inolvidable desde aquel momento. Al tiempo no le quedó otra que deternerse. Y ella, feliz por haber logrado su objetivo, detuvo para siempre el paso de los años en una canción.