viernes, 15 de junio de 2012

Efervescencia


Volver a apasionarse a los 33 no es moco de pavo. Al menos para mi y con este rol de madre primeriza que abarca todos mis espacios, es un logro sentir que más allá de mi hijo me siguen movilizando las fibras más íntimas otras cuestiones. Así que me dejé llevar: el miércoles por la tarde me desvestí con cierto temor y me puse las famosas medibachas negras (me reuso a llamarlas “Panty”). Me probé la malla que por suerte me quedó bien, la remera de siempre y un jogging. Comencé a peinarme suavemente mientras los nervios iban expandiéndose desde mi panza hasta los pies. No recordaba cómo se hacía un rodete. Cuando era chica, la maestra se había tomado varios minutos en explicarme que un buen tocado es aquel que por más saltos, piruetas y caídas no se desarma jamás. Esa frase me persiguió durante toda la infancia, y en el afán de querer tener el pelo lacio, de chica me lo estiraba hasta que mis ojos quedaban achinados, lo sujetaba con una tira elástica y procedía así al armado del rodete. Esta vez no lo hice. Creo que ni siquiera me peiné. Agarré el mote de pelo, lo enrulé como pude y terminé el ‘peinado’ con un broche.
La hora se acercaba. Miré al bebé que lo dejaba en manos de su abuela paterna y me dije “vamos, llegás tarde”. Es increíble sentir que adentro tuyo conviven miles de personas. Ganándole a las ganas de quedarme a hacer de madre, me fui a ser bailarina clásica.
Las piernas durísimas y pesadas, los dedos acalambrados, los brazos y panza algo fláccidos, nada impidió que disfrute de mi baile. Ahí estaba de nuevo la pasión a flor de piel. El esfuerzo por recuperar la elongación, el eje en las piruetas, las posiciones elevadas con las piernas, eran apenas lo mínimo que podía hacer entre tanta excitación. Lo demás ni lo pensé. Me entregué por completo a la música y dejé que mi cuerpo hiciera lo que ya sabía desde hace años. En cada paso que me costaba lo escuchaba a mi hijo alentándome a seguir, entonces bailaba para él.
Terminé la clase exhausta pero absolutamente plena.
Al caminar hacia mi casa pensaba en el paso del tiempo y en lo que genera apasionarse con los años. Y recordé aquello que alguna vez leí sobre la militancia de los ’70: "...Confiar como sólo se confía en un compañero/a al que además se respeta, con el/la cual se comparte un objetivo que trasciende lo individual. (…)Saber que cada encuentro podía ser el último antes de una separación quizás definitiva y, simultáneamente, suspender el tiempo y olvidar lo inmediato. Inscribir una huella de placer en cada centímetro de la piel amada, anticipándose (…) era una jugada deslumbrante que no necesitaba ningún aditamento para que la intensidad fuera máxima..."[1]. Quizás les parezca exagerado, pero esa frase me recorre las entrañas cada vez que la leo. Me estremece hasta el último aliento porque considero que eso fue lo que más encandiló a nuestros compañeros de aquella época: la capacidad de manejar el tiempo y la intensidad con una irreverencia adolescente que los hacía tan prepotentes como adorables.
Lógicamente las sensaciones son incomparables, pero el miércoles me sentí un poco prepotente con la vida. Y por supuesto esto es uno de los pilares fundamentales que va a aprender mi bebé Lisandro: a ser irreverente con lo imposible, pasen los años que pasen y cueste lo que cueste.  


[1] Alicia Stolkiner. Psicóloga, especialista en Salud Pública. Profesora Titular regular de Salud Pública/Salud Mental de la Universidad de Buenos Aires y Profesora Titular  del Departamento de Salud Comunitaria de la Universidad Nacional de Lanús.