martes, 28 de febrero de 2012

Bendito posparto...


Transitar el puerperio con las tetas rotas no es pavada. Quienes me conocen saben perfectamente que me torné reiterativa con el tema, pero es un dato relevante que muchas mujeres deben saber. No siempre sucede, los organismos y los cuerpos de cada una de nosotras son diferentes, pero así como me pasó a mí puede pasarle a cualquiera. Ver que de tus pechos sale leche es una revolución;  pero ver que además tenés grietas en los pezones que sangran cada vez que tu hijo mama, hace que la realidad se transforme en una pesadilla hasta que se curan las heridas.
Durante este período tan especial todo irrita. No solamente las tetas: el llanto del bebé que terminó de tomar y una no sabe por qué carajo llora; los consejos de madres que insisten con que tiene hambre; los llamados inoportunos justo cuando el niño logró dormirse; las visitas inesperadas; los retos por estar malcriando al bebé; las miradas al mondongo que te quedó luego del parto;  la libertad de tu compañero para salir y/o tomar alcohol y/o fumarse un cigarro; etc.  Los días se convierten en una rutina digna de ser vista: horarios para bañarlo, para ponerle música, para sacarlo a pasear… jamás fui tan organizada como en este momento. Ahora bien, una vez que pasa la famosa cuarentena y una acomodó más o menos la nueva etapa, se viene la hora de volver a ser mujer. ¿¡Para qué!? Explicame por favor porque así estoy bien… Para qué tener sexo si tu vida es dormir dos horas, alimentar al crío, sacarte leche si duerme de más, bañarte cuando puedas, depilarte si lográs acordarte de sacar un turno, mirar embobada a la criatura sin importarte un carajo la hora de cenar o almorzar y no tener la libido cuerda. No exagero. Para nada. Lo cierto es que, dejando la tragedia teatral de lado, volver al ruedo no es tarea fácil y a la vez, es totalmente necesario para el bienestar mental de una. Al menos yo lo entiendo así en mi realidad. La maternidad desacomodó cada una de mis estructuras a tal punto de no saber ni siquiera en qué día vivo. Es una mezcla de sensaciones y contradicciones que resultan imposibles de describir. Entender que tu cuerpo fue el hábitat ideal para la persona que hoy crece fuera de vos es muy complejo. La responsabilidad que implica criar a un hijo, el amor indescriptible que te genera son claras muestras de lo difícil que es concentrarse en la figura de mujer que quedó relegada vaya a saber dónde. Son pocos los hombres que intentan comprender las reflexiones de este momento, los ataques, los llantos o bien las risas desmedidas que brotan sin motivo. No estoy loca –al menos no en el sentido más estricto… bah, eso creo-. Los diálogos se tornan hasta bizarros en el puerperio, a saber: “Amor, podés cuidar al bebé que me estoy meando?”. Decime en qué parte quedó la sensualidad y la seducción. O bien: “Podés creer que se me puso dura la teta? Tenelo un segundo que me voy a amasar al baño a ver si me afloja” “No te puedo creer, se cagó de nuevo!”… Estos son sólo algunos ejemplos de lo duro que es volver a guadar las formas…
No es mi intención cerrar este descargo con un remate espectacular, pero para que el género masculino entienda sólo un poco más sobre el puerperio o bien a qué se asemeja les digo que es como un pinchazo en el escroto con una aguja de tejer. Así de cruel. No sé cuánto dura ni cómo se va, pero hay que transitarlo. Y lo mejor que puedo hacer para eso es empezar a encontrarme en medio de toda la alteración hormonal que me armé. Así que gente, emprendo mi búsqueda. Sepan comprender mis reacciones y/o puteadas desmedidas. No me justifico, sólo aviso… y el que avisa no traiciona ;)
Gracias por la paciencia. 

lunes, 6 de febrero de 2012

Parir (me)



Impaciencia. Eso describía mi estado general durante los primeros días de enero. Hace un año atrás para esta época mi cabeza no dimensionaba la expansión de mi vida a través de un hijo. En verdad, no era un objetivo primordial ser madre aunque en varias oportunidades lo imaginaba. La terapia ayudó bastante al proceso de aceptar el deseo y desafiar a las propias fantasías que giraban permanentemente alrededor de la maternidad. A medida que iba explorando mis ganas y contradicciones más ahondaba en aquel deseo tan oprimido, estrangulado y boicoteado por mi magnífico inconsciente consciente. Fue así que un 14 de mayo de 2011 el análisis que decidí realizarme en casa marcó las dos famosas rayas que anunciaban la llegada del nuevo integrante. Recuerdo que en aquel instante, en medio de un bajón de presión, mi mente quedó en blanco y comencé a sentir un miedo que invadió todo mi cuerpo, subió por mi estómago y llegó hasta la garganta anudándome las ganas de hablar. Tenía terror. Es que iba a ser mamá: hecho maravilloso e inimaginable para mí.


El embarazo transcurrió tranquilo. La curiosidad por conocer al chiquito que me acompañaba iba creciendo junto con él. Supimos que sería varón y en ése mismo momento su nombre apareció entre nosotros: Lisandro estaba en camino.

El fin de la dulce espera se anunciaba para el 15 de enero, aunque en varias ecografías el tamaño y peso de la criatura presagiaban un posible adelanto de la fecha. Y como no podía ser de otra manera, el niño heredó la ansiedad de los padres...

Durante la madrugada del 6 de enero mi panza se movió más de lo habitual. La rutina por aquel tiempo era caminar con mi compañero por las calles de Devoto durante la tarde, cenar y quedarme hasta altas horas en Twitter para que la noche se me hiciera más corta. Fue así que a las 2.30 AM de aquél caluroso viernes de reyes me acosté sin sueño y pensando en el cambio de luna que se avecinaba. Una contracción muy fuerte me alteró alrededor de las 4.30 de la madrugada, y cuando terminó el dolor sentí que mi vejiga ya no soportaba más el peso de la panza, con lo cual, comencé a mojarme. No fueron mis ganas de hacer pis las que me asaltaron sino que mi bebé había roto la bolsa en la que estuvo durante 9 meses adentro mío.

Los nervios aparecieron pero no fueron impedimento para lograr mi objetivo: disfrutar de su llegada a pesar de los dolores. Las contracciones se hicieron presentes cada cinco minutos, y al llegar a la clínica sentía en cada paso que daba la presión que Lisandro hacía sobre la pelvis para salir. Eso me provocaba ternura y desesperación a la vez. Todo salió como lo soñé desde el instante en que me enteré que estaba embarazada: mi hijo llegó a la tierra en 28 minutos. Tres pujos y él estaba conmigo.

Me pasó que cuando estaba pariendo no podía pensar en nada, solo me invadía la ansiedad de conocerlo. En el momento en que me lo apoyaron en el pecho, ese cuadro único e irrepetible donde lo sentí por primera vez fuera de mi, con su olor, su miedo, su carita arrugada y su cuerpo morado, me largué a llorar como una recién nacida mientras él aún estaba entendiendo lo que sucedía. Nació el bebé, pero lloró la mamá. Así de sabio fue el chiquito. Así de gigante. Entonces comprendí que tener un hijo te hace más pequeño, te vulnera de tal forma que todo lo que ocurre no tiene sentido sin él.

Lisandro me enseña su fuerza día a día, y yo le demuestro mi debilidad: la fuerza de mi hijo es su sabiduría, y mi debilidad es sin dudas él. Una experiencia más se sumó a mi historia y otro aprendizaje de la mano de un enano de 51 cm de largo. Nada más grandioso.

Por todo esto, a un mes de tu llegada dejo plasmada esta vivencia para que cuando puedas leerla entiendas que mi mundo empezó un 6 de enero de 2012.


Te amo.